lunes, 12 de noviembre de 2007

Dios busca a quien ama/ Consagrada Regnum Christi

Eva Gloserová nació el 30 de abril de 1974 en Ivancice, República Checa. Es licenciada en Literatura y Lingüística Checa e Inglesa por la Universidad de T.G. Masaryk, Brno. Cursó también estudios de Humanidades, Filosofía y Teología.

Nací en medio de una sociedad comunista en decadencia, donde practicar la fe significaba con frecuencia perder una vida digna y adquirir un futuro sin esperanzas. Por ello, muchos a mi alrededor abandonaron su fe; otros, por miedo, la ocultaron o dejaron de practicarla. Mi familia no fue una excepción. Fui bautizada en una parroquia lejana y a escondidas. De niña, mi abuela me llevaba a la iglesia cuando salíamos de viaje y me enseñó el Padrenuestro y el Avemaría. Más tarde aprendí en el colegio algunos datos culturales sobre la Biblia y el cristianismo, pero Dios era para mí sólo una leyenda.

Parecía no necesitar a Dios. Mi familia estaba muy unida, feliz; mis padres nos querían mucho a mi hermano y a mí. Dios estaba presente en el amor que nos unía, pero yo no me daba cuenta. Creía en la ciencia, en la sabiduría de la naturaleza y nada más. Pero Dios había planeado que un día nos encontráramos, un año después de la caída del régimen comunista. Sucedió en un campamento de verano. Era viernes, 13 de julio.

En una conversación durante la noche, alguien comenzó a hablar sobre unas profecías acerca del fin del mundo. Aquellas palabras me rompieron los esquemas. ¿Acaso podía existir algo más allá de este mundo visible? ¡Sí, algo tiene que regir este mundo y su curso! ¿Será la suerte, el azar... o Dios? Por primera vez en mi vida me planteé esta pregunta. La primera opción me parecía tan cruel, tan inhumana: ¡No, Dios tiene que existir! Enseguida regresaron a mi mente todas las sugerencias que me hizo mi abuelita a lo largo de los años: tienes que ir a la iglesia, confesarte, comulgar, rezar... ¡Necesitaba a Dios!

A partir de aquel día, cada noche me arrodillaba frente a mi cama y rezaba las oraciones que me habían enseñado. Después de unos meses, recibí de mi abuela un resumen del catecismo. Empecé a hojearlo y mis ojos cayeron sobre la parte que decía: la oración. Descubrí una definición de oración cristiana que me asombró: oración como un encuentro con Dios, nuestro Padre, quien nos ama, escucha y acoge. ¿Por qué no me habían dicho antes que esto era la oración? Hasta entonces conocía sólo el Padrenuestro y el Avemaría. Me arrodillé y por primera vez me encontré personalmente con un Dios lleno de compasión, de amor e interés por mí.

Descubría todas las cosas como si fueran nuevas. En esa semana tuve la oportunidad de asistir a la misa dominical de mi pueblo. Tenía 16 años. En pocos meses me preparé para mi primera confesión y comunión, y me involucré en la vida parroquial. Mis actividades empezaron a cambiar: en lugar de seguir con el grupo de la juventud comunista, que dirigía, ahora animaba un grupo de niñas católicas y un grupo de jóvenes de la parroquia. Ayudaba en campamentos de verano católicos, atendía cursos para formadores de jóvenes en la diócesis... La vida tenía otro sabor: el de la entrega, el de una amistad mucho más profunda y el descubrimiento de un Amigo maravilloso.

Cuando escuché que Dios llamaba a algunos a consagrarse totalmente a su amor, me pareció muy atractivo, porque los conversos somos una especie de enamorados de Dios recién descubierto. Sin embargo, la idea de casarme y tener una familia católica me atraía también. Así andaba entre los dos amores. Conocí a un joven del que me enamoré y decidí que me casaría con él. Pero en un encuentro de jóvenes conocí a algunas señoritas consagradas del Regnum Christi. Guardé sus datos, pero no di al encuentro ninguna importancia, sobre todo porque no pensaba en consagrarme.

Dos años más tarde, en enero de 1995, tuve la gracia de participar en la Jornada Mundial de la Juventud en Manila, Filipinas: una experiencia inolvidable de la Iglesia y de Cristo. Comprendí que Él era la respuesta y solución a todos los problemas de la humanidad. Escuché repetidas veces en las conferencias que todos teníamos vocación a la santidad y al apostolado, y decidí seriamente que, en aquella vocación a la que Dios me llamase, quería trabajar por Cristo con todo mi tiempo y todos mis talentos.

Ahí en Filipinas, otro viernes, el 13 de enero, después de recibir la comunión de manos del Santo Padre, le confié a Jesucristo este propósito, esta promesa que me llenaba de felicidad. No sabía bien cómo realizarla. Me imaginaba casada y con hijos, trabajando a tiempo completo por la Iglesia, pero el dónde y el cómo no estaban claros.

Después de la misa me dirigí a la capilla para hablarlo con Cristo. Con todo el fervor de mi alma, le pedía fuerzas para perseverar en mi propósito; deseaba que Él me iluminase y me enseñase el camino que debía seguir. Cuando terminé mi oración, me fijé que un sacerdote iba a celebrar la misa. Me levanté y salí, pero él me alcanzó en el pasillo. «Me gustaría ofrecer la misa por su intención». ¿Le impresionó la intensidad con la que rezaba? No lo sé. Pero sentí un gran deseo de compartir con él la única intención que me importaba en ese momento. «Hoy decidí que, sea cual sea mi vocación, quiero dar todo mi tiempo y mis talentos al Reino de Cristo». El sacerdote, con una sonrisa, aprobó mi decisión y añadió: «Sé la esposa de Cristo».

Cuando regresé de Manila, necesitaba un poco de tiempo para pensarlo, orar, ver que no era solamente un acontecimiento sentimental y pasajero. Pero Jesucristo se desbordaba en muestras de su predilección con su gracia. A veces regalos espirituales, otras veces detalles muy humanos y casi tangibles, encuentros, ayudas... como si no le bastase haberme enseñado su amor una vez. El Jueves Santo, 13 de abril, después de la comunión, le di un sí total a Dios y para siempre.

En cada sacrificio de la misa, recuerdo que Él me sigue amando y se sigue entregando por mí. Yo también trato de amarle y entregarme a Él en los demás para responder a su amor. Soy feliz, y puedo decir que su amor me ha llenado plenamente y que no lo cambiaría por ningún amor humano.

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